«Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos...» Julio Cortázar.
"Torito" (Final del Juego, 1956) primeras líneas
"Torito" (Final del Juego, 1956) primeras líneas
Justo Suárez fue el primer gran ídolo que dio el deporte argentino. A fuerza de golpes, no sólo en el ring, sino también en la vida, se ganó en poco tiempo la admiración de las masas que se sintieron identificados con su historia. Desde la miseria más absoluta llegó al estrellato y casi a la misma velocidad que ascendió se hundió en un ocaso muy oscuro. Adelantándose a lo que había dicho Jim Morrison, fallecido cantante de The Doors, el Torito de Mataderos vivió rápido y murió joven, porque una tuberculosis terminó con su vida cuando sólo tenía 29 años.
Allá por la década del 30, Argentina tenía una muy marcada diferencia económica y que alguien de clase baja llegara a codearse con las altas esferas era una utopía. Por eso cuando alguno lo conseguía era idolatrado. Este fue el caso de Suárez. Fue el decimoquinto hijo de una familia que tuvo 24 hijos y ya desde su más temprana infancia tuvo que rebuscársela para llevar el pan a su casa. Desde los 9 años trabajó de lustrador, canillita o mucanguero, que se encargaba de bajar de las canaletas la grasa liviana, que se llamaba mucanga, de los mataderos. Mientras tanto, empezaba a tirar sus primeros golpes, sin demasiada ortodoxia, en un improvisado ring en el fondo de la casa.
A los 19 años ya era profesional y se ganaba algunos pesos extra peleando en algunos festivales en cualquier punto de Buenos Aires. En una de estas reuniones celebrada en la calle Florida, algo que para le época ya era todo un logro, Suárez recibió el mote que lo marcaría para toda la eternidad: Torito de Mataderos. Con un estilo arrollador y por momentos desordenado, fue demoliendo rivales y sus actuaciones comenzaron a convocar cada vez más público. Fue así como llegó a José Lecture. “Vos peleás a la criolla, tenés que aprender”, le dijo el creador del mítico Luna Park y se encargó de aleccionarlo.
Dos años después estaba peleando por el título argentino liviano y una multitud ya lo acompañaba. La vieja cancha de River Plate fue el escenario. Allí se midió con Julio Mocoroa al cual venció por puntos. La revancha no se pudo hacer porque el campeón saliente murió tiempo después. Para esa altura, el Torito de Mataderos ya vestía trajes de primera, su figura estaba más cerca de los niños bien que los trabajadores con los que se codeaba en su infancia, aunque nunca se olvidaba de ellos. Por primera vez, las ignoradas clases bajas veían como uno de los suyos salía de la pobreza para vivir con todas las comodidades. Además se había casado con Pilar Bravo, una joven telefonista que lo acompañó durante algunos años hasta que se divorciaron cuando el declive ya parecía al indefectible.
“De Mataderos al Centro/y del Centro a Nueva York”, rezaba la letra de uno de los tantos tangos que en esa época se escribieron para homenajearlo. Gracias a la popularidad que había conseguido en Argentina, pudo tomarse un barco para irse a probar suerte a los Estados Unidos, la gran meca del boxeo. Otra vez hizo todo a gran velocidad. En 4 meses hizo 5 peleas y arrasó a sus rivales para rápidamente hacerse un nombre. Volvió al país con toda la gloria. A su vuelta peleó en un Luna Park repletó ante el chileno Tani Loayza, al cual le ganó por puntos en una de las mejores pelas de su carrera, en la cual registró 24 triunfos, 2 caídas, 1 empate y 1 sin decisión. Entre los presentes se encontraba el presidente Uriburu y los príncipes de Inglaterra Eduardo de Windsor y Jorge de Kent, que lo aplaudieron de pie desde la primera fila cuando el árbitro le levantó la mano para declararlo triunfador.
Su vida era color de rosa. Pero duro un suspiró, como todo en su vida. Retornó a Nueva York para ir por el título del mundo, pero las risas se empezaron a borrar y de a poco todo se fue tiñendo de negro. En su camino hacía el cetro mundialista, tuvo que enfrentarse con un duro como Billy Petrole, que no era alguien de renombre pero se ganaba el pan probando figuras antes de una gran cita. El local fue demasiado y el Torito de Mataderos cayó en 9 asaltos, lo que fue su primera derrota en el campo profesional. Al mismo tiempo, también perdía en lo sentimental. Su esposa lo dejaba y retornaba a Buenos Aires. El divorcio ya era cosa juzgada.
La chance de pelear por convertirse en rey de los livianos se había esfumado. Ese fue el comienzo del fin. La tuberculosis se estaba haciendo sentir. En 1932 Victor Peralta le sacaba el título al gran ídolo popular y esto trajo aparejada la separación con Lecture, quien fue su representante y mentor. La última vez que se lo vio arriba de un ring fue ante su amigo Juan Pathenay, que subió con la consigna de no pegarle. Así y todo le ganó y no sólo el triunfador lloró, sino también que todo el Palacio de los Deportes, que seguramente habrá vivido una de sus noches más negras.
La enfermedad estaba ganando por knock out. Se traslado a Córdoba con la poca plata que le quedaba. Tres años después moría en la miseria absoluta con una de sus hermanas al lado y lejos de toda la gloria que lo había acompañado. Sus restos fueron traídos a Buenos Aires desde Cosquín. Cuando el cortejo fúnebre llevaba sus restos al cementerio de la Chacarita, la multitud que lo despedía levantó el cajón y lo llevó hasta el Luna Park para darle el último adiós en el lugar en el cual el Torito de Mataderos había escrito varias de las páginas más gloriosas de su efímera historia.
Justo Suárez fue más que un ídolo deportivo. Le permitió, quizás por primera vez en la historia, a las clases trabajadoras, muy denostadas por la oligarquía nacional, a tener a alguien de su mismo origen codeándose con presidentes y príncipes. Años más tarde, José María Gatica, tendría una historia de vida similar. Gracias a este lugar privilegiado en la cual la había puesto el pueblo, el Torito de Mataderos se convirtió en leyenda, algo muy difícil y que pocos puedieron lograr.
Allá por la década del 30, Argentina tenía una muy marcada diferencia económica y que alguien de clase baja llegara a codearse con las altas esferas era una utopía. Por eso cuando alguno lo conseguía era idolatrado. Este fue el caso de Suárez. Fue el decimoquinto hijo de una familia que tuvo 24 hijos y ya desde su más temprana infancia tuvo que rebuscársela para llevar el pan a su casa. Desde los 9 años trabajó de lustrador, canillita o mucanguero, que se encargaba de bajar de las canaletas la grasa liviana, que se llamaba mucanga, de los mataderos. Mientras tanto, empezaba a tirar sus primeros golpes, sin demasiada ortodoxia, en un improvisado ring en el fondo de la casa.
A los 19 años ya era profesional y se ganaba algunos pesos extra peleando en algunos festivales en cualquier punto de Buenos Aires. En una de estas reuniones celebrada en la calle Florida, algo que para le época ya era todo un logro, Suárez recibió el mote que lo marcaría para toda la eternidad: Torito de Mataderos. Con un estilo arrollador y por momentos desordenado, fue demoliendo rivales y sus actuaciones comenzaron a convocar cada vez más público. Fue así como llegó a José Lecture. “Vos peleás a la criolla, tenés que aprender”, le dijo el creador del mítico Luna Park y se encargó de aleccionarlo.
Dos años después estaba peleando por el título argentino liviano y una multitud ya lo acompañaba. La vieja cancha de River Plate fue el escenario. Allí se midió con Julio Mocoroa al cual venció por puntos. La revancha no se pudo hacer porque el campeón saliente murió tiempo después. Para esa altura, el Torito de Mataderos ya vestía trajes de primera, su figura estaba más cerca de los niños bien que los trabajadores con los que se codeaba en su infancia, aunque nunca se olvidaba de ellos. Por primera vez, las ignoradas clases bajas veían como uno de los suyos salía de la pobreza para vivir con todas las comodidades. Además se había casado con Pilar Bravo, una joven telefonista que lo acompañó durante algunos años hasta que se divorciaron cuando el declive ya parecía al indefectible.
“De Mataderos al Centro/y del Centro a Nueva York”, rezaba la letra de uno de los tantos tangos que en esa época se escribieron para homenajearlo. Gracias a la popularidad que había conseguido en Argentina, pudo tomarse un barco para irse a probar suerte a los Estados Unidos, la gran meca del boxeo. Otra vez hizo todo a gran velocidad. En 4 meses hizo 5 peleas y arrasó a sus rivales para rápidamente hacerse un nombre. Volvió al país con toda la gloria. A su vuelta peleó en un Luna Park repletó ante el chileno Tani Loayza, al cual le ganó por puntos en una de las mejores pelas de su carrera, en la cual registró 24 triunfos, 2 caídas, 1 empate y 1 sin decisión. Entre los presentes se encontraba el presidente Uriburu y los príncipes de Inglaterra Eduardo de Windsor y Jorge de Kent, que lo aplaudieron de pie desde la primera fila cuando el árbitro le levantó la mano para declararlo triunfador.
Su vida era color de rosa. Pero duro un suspiró, como todo en su vida. Retornó a Nueva York para ir por el título del mundo, pero las risas se empezaron a borrar y de a poco todo se fue tiñendo de negro. En su camino hacía el cetro mundialista, tuvo que enfrentarse con un duro como Billy Petrole, que no era alguien de renombre pero se ganaba el pan probando figuras antes de una gran cita. El local fue demasiado y el Torito de Mataderos cayó en 9 asaltos, lo que fue su primera derrota en el campo profesional. Al mismo tiempo, también perdía en lo sentimental. Su esposa lo dejaba y retornaba a Buenos Aires. El divorcio ya era cosa juzgada.
La chance de pelear por convertirse en rey de los livianos se había esfumado. Ese fue el comienzo del fin. La tuberculosis se estaba haciendo sentir. En 1932 Victor Peralta le sacaba el título al gran ídolo popular y esto trajo aparejada la separación con Lecture, quien fue su representante y mentor. La última vez que se lo vio arriba de un ring fue ante su amigo Juan Pathenay, que subió con la consigna de no pegarle. Así y todo le ganó y no sólo el triunfador lloró, sino también que todo el Palacio de los Deportes, que seguramente habrá vivido una de sus noches más negras.
La enfermedad estaba ganando por knock out. Se traslado a Córdoba con la poca plata que le quedaba. Tres años después moría en la miseria absoluta con una de sus hermanas al lado y lejos de toda la gloria que lo había acompañado. Sus restos fueron traídos a Buenos Aires desde Cosquín. Cuando el cortejo fúnebre llevaba sus restos al cementerio de la Chacarita, la multitud que lo despedía levantó el cajón y lo llevó hasta el Luna Park para darle el último adiós en el lugar en el cual el Torito de Mataderos había escrito varias de las páginas más gloriosas de su efímera historia.
Justo Suárez fue más que un ídolo deportivo. Le permitió, quizás por primera vez en la historia, a las clases trabajadoras, muy denostadas por la oligarquía nacional, a tener a alguien de su mismo origen codeándose con presidentes y príncipes. Años más tarde, José María Gatica, tendría una historia de vida similar. Gracias a este lugar privilegiado en la cual la había puesto el pueblo, el Torito de Mataderos se convirtió en leyenda, algo muy difícil y que pocos puedieron lograr.
Foto 1: El Torito de Mataderos en un alto en su entrenamiento.
Foto 2: Justo Suárez, de saco y corbata, junto a jugadores de San Lorenzo previo a un partido.
Tango dedicado a Justo Suárez
Suárez-Miller en Estados Unidos
1 comentario:
hola soy la sobrina nieta de justo suarez,, estoy muy emocionada , realmente es gratificante todo el material que hay sobre mi tio abuelo el hermano de mi abuelo paterno el remolino tambien boxeador. muchas gracias por este hermoso momento.
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